Se levanta un viento que me despeina ligeramente, a la vez que me permite sentir más la pureza del aire, del lugar. Se oyen mis pasos y algún pájaro de fondo, un susurro de agua, nos canta el silencio. Siento, bajo mis manos, apoyada en la hierba, la tierra que siempre me acogió. El horizonte es más infinito que nunca.
Tras los muros de adobe y los bajos tejados, me rodean montañas de tierra caliza y campos de secano que delimitan unos con otros por la dirección que presentan los surcos de la tierra. Los colores cambiantes del tiempo que, en este nacimiento de la primavera, se presentan en marrones claros, verdes apagados. Volver a las raíces es recordar que te daba igual mancharte a cambio de sentir lo áspero de la tierra, de sentarte en una roca, de acoger a un animal en tus brazos.
Dejas caer todas las barreras y te presentas indefensa ante aquella realidad que va quedando atrás, donde las mujeres atienden la casa, hacen la comida y llaman a la mesa, donde los hombres realizan el trabajo, vuelven a casa del campo y esperan al sol a que llegue el mediodía. Aquella realidad donde no se cierran puertas y que a la vez carece de salidas, donde no hace falta decir nada, donde se disfruta de cada gota de calor y de cada esquina de sombra.
A veces vuelvo a esta realidad que es pasado y apego, a la que tan poco me parezco ahora pero a la que tanto amor mantengo de antes, donde siempre seré esa niña que corría entre las casas y jugaba entre antiguos carros, rodeada de campos, respirando vida, mirando a todas las estrellas que el cielo podía mostrar y durmiendo con un manto de calma que ahora encoje el corazón y hace ensombrecer un alma que siempre estuvo unida a una tierra despoblada.