Llegué a este mundo con yo que se que intención de ser tan
humana como el resto. De formar parte tanto o más que el resto en esta historia
de la humanidad. Con algo más de tres kilogramos, un poco de pelo rubio. En una
clínica en el barrio de Chamberí del gran mundo que es Madrid. Con un padre, y
una madre. No como todos, pero si lo que todos esperan cuando nacen. Manitas
pequeñas, la cara de su padre, la constitución de la familia de su madre. Ojos
verdes, y enormes como platos. Y un genio de los que ya no quedaban en el
mundo. Quizá un poco de maldad, escondida entre llanto y llanto.
Una sociedad a mi alrededor. Quizá un poco enferma,
obsesionada con el dinero, el aspecto, el terreno que sus pies pisaban. ¿Mi
idea? Un mundo que se reía y que soñaba. Una familia que era feliz y personas
que me querrían. Quizá no pensé tantas cosas al nacer, pero seguro que si
hubiera pensado más, habría sido eso. Las ideas de perfección empiezan a
desvanecerse cuando tu primer llanto, a falta de comida, aparece. Cuando tienes
nada más que unas horas de vida y, como ya bien dije, te dan
una palmadita en la espalda a modo de aviso. "La vida es dura,
pequeña", me habrían dicho si les hubiera entendido.
La infancia, como la de cualquier otro niño, había marcado
mi personalidad hasta el punto de que pocos acontecimientos podrían cambiarme y
si lo hacían, lo hacían a mejor. No que por eso hubiera sido infeliz, ni mucho
menos. Pero digamos que fue un poco más ajetreada que la del infante medio
español. Un divorcio, problemas escolares, amigas que traicionan, personas que
me hacían sentir mal. Y yo, con mi carácter dominante, defensor y
fiero no ayudaba mucho. Digamos que mi pésima manera de hacer las cosas me
llevó a más de una desgracia y hoy, en la adolescencia pura, lo sigue haciendo.
Con menor intensidad, pero ahí esta mi impulsividad, tocando las narices.
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