No fue raro que la idea surgiera en su amada colina, mirando
a sus preciadas montañas cuando el sol está a punto de despedirse. No sabía
cómo, pero quería sacar al bebé de aquel pueblo aislado. Miró al pueblo, allí
abajo, en la ladera. No habían conseguido escalar la barrera más de veinte o
treinta metros a lo alto, sin ningún éxito. Pero la colina era mucho más. Igual
el triple. Nora no lo tenía claro, pero sabía que mucho más. ¿Podría considerar que la montaña estaba
fuera de la barrera? No tenía ninguna forma de averiguarlo, pero era lo único
que podía hacer: daría a luz allí, en el punto más alto.
No comentó a nadie su plan, guardó silencio y continuó con su
vida, de forma habitual. No quería ni podía ocultar su tristeza, pero se
reflejaba en la chispa de sus ojos aquella esperanza de poder salvar a su
primogénito de un destino triste como el suyo.
Los meses pasaron deprisa, entre malos ratos por culpa de los
síntomas y preparaciones para la llegada del nuevo miembro de la familia. Todo
estaba dispuesto en la habitación que antaño compartía Nora con Miguel. Dada la
situación del pueblo, las parejas intentaban no tener descendencia, pues poco
más podían hacer si había cosechas malas, sino alimentar a otra boca
hambrienta. Algunos murmuraban y se compadecían de la pobre Nora, que cuidaría
al hijo sola teniendo que mantener también a su suegro y sus hermanas, pero
detrás de esos comentarios solo había admiración.
Por fin llegó el día. Salió de cuentas algo antes de lo
previsto. Estaba asustada, pues sabía que si alguien más se daba cuenta, la
retendrían en la casa y no podría llevar a cabo su plan. Por otro lado, si lo
contaba, se lo tomarían como una tontería y tampoco la dejarían salir de la
casa. Por suerte, estaba sola, trabajando fuera de la casa en aquel momento.
Rompió aguas y, con todas sus fuerzas, subió a lo alto de la colina, lo más
alto que pudo subir, pensando en que ese esfuerzo podría salvarle y que a la
vez podía matarlos a los dos. Estaba dispuesta a arriesgarse. Cuando se tumbó
suspiró aliviada, pero por poco tiempo, las contracciones ya eran fuertes y,
soportando un gran dolor y aguantando más de lo que jamás pensó que podría, dio
a luz.
Cortó con un pequeño cuchillo del que se había provisto el
cordón y se quitó su delantal, y con el envolvió a la criatura. Era un niño,
con los ojos verdes y las facciones de su apuesto padre. Tenía, sin embargo, el
claro pelo de su madre. Muy finito, apenas visible, por encima de una cabecita
blanca. Lloró durante unos minutos hasta que Nora le calmó. Lo abrazó. Lloró.
Sentía una gran alegría y una imperiosa necesidad de comprobar si su intento de
salvarle había dado sus frutos. Agotada y sudorosa, bajó la colina en busca de
la frontera. Caminó apenas un kilómetro cuando se topó con ella. Lo supo porque
sus brazos iban delante, y chocaron débilmente con algo invisible e
intraspasable. Suspiró, volvió a coger aire y con mucho cuidado de no hacer
daño a su amado bebé, por si no funcionaba, lo acercó a la barrera. El bebé
sollozó al notar que algo le separaba del calor de su madre, pero alzó las
manitas, las cuales pasaron, sin ninguna dificultad, la fuerte barrera que
había encerrado durante generaciones a toda una comunidad. También pasó parte
de su cabeza. Pero no pudo pasar más, Nora lo sujetaba y sus manos estaban
dentro de aquella jaula. Sin embargo, el éxito fue claro: el bebé estaba más
allá de lo que llegaban sus manos.
Ilusionada y alegre se fue a su casa. Cuando entró supo que
habían estado buscándola. Normalmente no se preocupaban, pues desde la muerte
de Miguel, Nora desaparecía con frecuencia, suponían que para estar sola y
amainar su tristeza, pero estaba a punto de salir de cuentas y les daba miedo
que se encontrara sola a la hora del parto. Así fue, pero no por mera
casualidad. Nora entró feliz y les enseñó al niño, que tenía un aspecto
saludable y alegre. No duró mucho, pronto se durmió y ellos tuvieron tiempo de
preguntarle efusivamente a Nora que por qué no había intentado volver a casa.
Ella entonces les explicó toda la historia, desde su idea hasta su
comprobación. Su hipótesis refutada, algo que podía cambiar el curso de la vida
del pequeño. Tanto el ahora abuelo como las nuevas tías del niño guardaron
silencio mientras asumían lo que habían oído: hacía mucho tiempo que todas las
personas habían descartado cualquier posibilidad de salir de allí. Simplemente
lo asumían y aprendían a vivir así como tuvieron que aprender sus primeros
ancestros, los que provocaron según la leyenda que el pueblo se quedara
aislado.
Pero pronto mostraron su apoyo a la joven madre: el siguiente paso era
criar al bebé, hacerlo un joven fuerte y consciente de su destino, que supiera
que cuando estuviera preparado, saldría de allí en busca de un futuro
diferente. Comenzaron por llamarlo Julián, que quiere decir "de raíces fuertes". Así fuera a donde fuera, esperaban, no las olvidaría.
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