Su rostro no tenía precio. Resplandecía tras un bigote descuidado y
bicolor al que le había precedido una espesa barba que de una semana a otra
había desaparecido. Siempre le dábamos la mano pero aquella vez fue para una
despedida con ganas, con gratitud, no sabíamos si más en su sonrisa o en la
nuestra. Enorme, como el rascacielos más alto de Madrid, era la cálida
sensación que nos llenó al cruzar Gran Vía tras habernos dicho 'adiós' sabiendo
que era 'hasta pronto'.
Fue él quien nos propuso que le invitásemos a un café, algo que lejos
de parecernos desproporcionado o descarado, nos pareció fantástico. No quisimos
dejarlo pasar y siete días después estábamos sentados en la barra de un bar,
como quien se sienta con un amigo, con un colega, con alguien que conoces de
toda la vida pero a quien llevas cuarenta años sin ver y necesita ponerte al
día. Se reía mientras relataba las anécdotas de sus primeros años trabajando,
más o menos verosímiles pero siempre interesantes. Recordaba sin una pizca de
vergüenza pero con algo de rencor el momento en el que la vida lo arrastró a la
calle, hasta el cartón donde, como él decía, “maldormía” a no ser que una
cerveza le ayudase a dormitar hasta caer toda la noche. Hablaba de gente que le
llamaba la atención por la calle, de aquella mujer a la que le hubiera gustado
acercarse para hablar, de aquella joven que, decía, le recordaba a mí y que
veía a menudo por el centro.
Casi no mencionaba nuestros nombres, pero yo estaba segura de que se
acordaba y de que, en algún lugar en su interior, a veces esperaba que
apareciera por allí a solicitar asiento, un acto meramente cordial, pues yo
sabía que jamás iba a recibir una respuesta negativa.
Nunca le había visto tan contento, pero los tres sabíamos que no era
por el café. El café siempre era la excusa; aquel brebaje con el que lo mismo
confiesas el peor de tus pecados que te enamoras cualquier tarde de invierno,
pero que tan sólo calienta las manos y predispone las almas para lo que tenga
que venir. Él no pagó, sino con sus palabras y sus historias, y eso era más que
suficiente.
La semana siguiente, ya sentados en el cartón, le bastaron dos minutos
de cordialidad para que empezara a contar hazañas y anécdotas, historias de su
día a día, reflexiones confusas, un vago recuerdo de cómo era la ciudad
cincuenta años atrás. Volvió a sugerirnos lo del café: quería compartir y
olvidar el frío.
Nunca pensé que el agradecimiento
pudiese dormir en un cajero. Consiguió que una noche de febrero pareciera un
día de abril.
Genial.
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