Los grandes árboles del bosque eran los únicos que no habían cambiado.
Nora reflejaba en sus arrugas el paso de los años, al igual que sus hermanas.
El abuelo se había quedado en casa, ya apenas podía andar y se despidió de
Julián antes de que saliera. Solo ellos cuatro llegaron a la frontera del
bosque, sin más ruido que el de sus pies pisando las hojas secas del otoño. El
otoño más triste desde que había nacido Julián. El otoño más triste en
dieciséis años. Pero también era un otoño lleno de esperanza. Julián sentía en
su pecho más que nunca la responsabilidad y la oportunidad que su madre le
había brindado, pero a la vez una gran angustia por dejar atrás lo que había
conocido y querido: su familia, sus amigos, la gente de aquel pequeño lugar.
También el miedo. Nadie sabía que había más allá de las altas montañas con las
que soñaba su madre, nadie sabía si cerca habría gente o si tendría que andar
durante años hasta poder llegar a un sitio habitado. No sabía dónde estaba ni a
dónde iba, y solo contaba con una mochila bien equipada y la esperanza de
cumplir con aquel futuro mejor.
Besó y abrazó a sus tías y después se acercó a su madre.
Ambos retenían las lágrimas, pero a la vez sonreían. No creían que aquello
fuese a pasar. Les dolía separase, ambos habían sido su apoyo y consuelo mutuo,
su mayor alegría y mayor motivo de vivir. Para Nora era todo lo que tenía y
todo lo que le quedaba de Miguel. Y ahora lo dejaba marchar. Tras un eterno
abrazo que se hizo corto en comparación con saber que el resto de sus días
estarían probablemente separados, Julián cruzó, como había hecho muchas veces
desde que tenía consciencia para saber que debía volver, comprobando con su
madre que seguía siendo inmune a aquella maldición. Pero esta vez cruzó para no
regresar, saludando desde el otro lado de la barrera invisible y dejando caer las
lágrimas a medida que avanzaba. El mundo se hizo inmenso ante sus ojos, pero
tenía el paso firme. Siempre cabía la posibilidad de volver si la muerte se
asomaba antes de llegar a algún sitio habitado. Pero no volvió.
Su familia pasó los primeros meses con el corazón en un puño:
podría haber muerto o haber llegado a algún sitio donde encontró la felicidad.
Pronto se acostumbraron a la incertidumbre, aunque no a la falta. Y miraban al
cielo esperando vagamente alguna respuesta a las incógnitas que despertaban el
destino de Julián. Los vecinos preguntaron y finalmente tuvieron que explicar
cómo había sucedido lo que consideraron un milagro. Pero la mayoría de personas
no quisieron que sus hijos se marcharan, así que solo unos pocos eran
mentalmente preparados para salir de ese lugar sin sentir más miedo del que su
cuerpo podía permitirles. Al principio todos se compadecieron de Nora,
acusándola incluso de ser una mala madre por haber dejado que Julián se fuera
sin saber si podría sobrevivir, alejándole de su familia y su conocida y
querida comunidad. Pero ella no escuchaba sus argumentos cerrados y
supersticiosos. Solo sentía en su corazón la ferviente sensación de que su hijo
había encontrado la vida fuera de aquellas barreras.
Epílogo
Un día cualquiera un joven viajero llegó con su familia al
pueblo. Iba de la mano de una bonita mujer y detrás corrían dos niños de unos
doce años. Para él era un día excepcional, y se encontró con un lugar
excepcional, mucho más deshabitado de lo que él lo había conocido. Supo
reconocer a todos los ancianos, pero no a los adultos ni a los niños. Supo
reconocer, por supuesto, una vieja casa separada de las demás, muy cerca de la
colina donde nació y donde ahora una anciana mujer vivía con dos mujeres. Todas
tenían el claro color del cabello de Julián, pero solo una tenía arrugas de
mirar al cielo sonriendo y los ojos chispeantes de esperanza.
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