sábado, 25 de agosto de 2012

El nacer humano.

Llegué a este mundo con yo que se que intención de ser tan humana como el resto. De formar parte tanto o más que el resto en esta historia de la humanidad. Con algo más de tres kilogramos, un poco de pelo rubio. En una clínica en el barrio de Chamberí del gran mundo que es Madrid. Con un padre, y una madre. No como todos, pero si lo que todos esperan cuando nacen. Manitas pequeñas, la cara de su padre, la constitución de la familia de su madre. Ojos verdes, y enormes como platos. Y un genio de los que ya no quedaban en el mundo. Quizá un poco de maldad, escondida entre llanto y llanto.
Una sociedad a mi alrededor. Quizá un poco enferma, obsesionada con el dinero, el aspecto, el terreno que sus pies pisaban. ¿Mi idea? Un mundo que se reía y que soñaba. Una familia que era feliz y personas que me querrían. Quizá no pensé tantas cosas al nacer, pero seguro que si hubiera pensado más, habría sido eso. Las ideas de perfección empiezan a desvanecerse cuando tu primer llanto, a falta de comida, aparece. Cuando tienes nada más que unas horas de vida y, como ya bien dije, te dan una palmadita en la espalda a modo de aviso. "La vida es dura, pequeña", me habrían dicho si les hubiera entendido.
La infancia, como la de cualquier otro niño, había marcado mi personalidad hasta el punto de que pocos acontecimientos podrían cambiarme y si lo hacían, lo hacían a mejor. No que por eso hubiera sido infeliz, ni mucho menos. Pero digamos que fue un poco más ajetreada que la del infante medio español. Un divorcio, problemas escolares, amigas que traicionan, personas que me hacían sentir mal. Y yo, con mi carácter dominante, defensor y fiero no ayudaba mucho. Digamos que mi pésima manera de hacer las cosas me llevó a más de una desgracia y hoy, en la adolescencia pura, lo sigue haciendo. Con menor intensidad, pero ahí esta mi impulsividad, tocando las narices.

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