lunes, 31 de marzo de 2014

Exilio

Nada ocurre nunca como esperas. Una especie de hilo invisible tiene atadas por los tobillos (y por el corazón) a todas las personas. Quizá la única forma de evitar esto sea una casa en la montaña, ajena a todo, provista de todo. De exquisitos e interminables manjares, de preciosos y eternos libros y pájaros cantores en la ventana. Acorde con cualquier personalidad solitaria y agotada por el mundo. Serías tú y tu vida. 

Solo tú podrías intervenir en tus actos, en tus pensamientos, casi hasta la locura (o la cordura, nunca se sabría bien). Casi perdiendo la facultad de hablar, de comunicar, de sentir hacia otras personas. ¿Sentir qué? Cualquier cosa. Odio, amor, deseo, rechazo, indiferencia. ¿Y qué sentirías tu hacia ti mismo? Mirarte a un espejo cada día y ver como pasan los años. Como la vida te consume sin que le regales tus momentos, tu tiempo a alguien. Vivir de recuerdos, de sueños, de la imaginación. La realidad se volvería lejana, ajena, desconocida. Como un amor de la adolescencia que decidió olvidar. ¿Y amor? ¿Te olvidarás de amar? ¿Te olvidarás de aquel sentimiento irrefrenable, indescriptible, que confunde, altera, cambia a las almas más dolidas e introvertidas?

Si, estarías solo, protegido de la vanidad, del odio, del rencor, de los desdenes, los llantos, los fracasos. Pero la intimidad deja de ser intimidad cuando se convierte en costumbre, cuando nadie puede romperla. Y se convierte en soledad, una soledad revuelta con tu cuerpo en una mezcolanza homogénea e inseparable. 

Sería la libertad de nada.

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