lunes, 2 de noviembre de 2015

Más allá de las montañas: Capítulo 1

Esta leyenda, sin ningún tipo de moraleja, empieza con la historia de un hombre y una mujer que subían todos los días al acabar la jornada a lo alto de una colina, la cual estaba cubierta de la hierba más verde que jamás había crecido y poseía las vistas más bonitas del pueblo donde vivían, y de mucho más allá. Desde esa colina el pueblo quedaba pequeño, y quizá por eso quedaba precioso, pues se veía el horizonte, un horizonte que a ellos les parecía inmenso y misterioso. Lo que a ella, a nuestra alegre Nora, más le gustaban eran las montañas que se atisbaban al fondo, altas como el mismo cielo, siempre cubiertas de nieve. Si tenían un pico, jamás lo habían visto, pues la niebla siempre cubría la cima y acentuaba ese aspecto misterioso que tanto ansiaban ver cuando subían a su colina. Nora era una mujer que destacaba por su carácter y a la vez por su gran amabilidad, sin olvidar la belleza de su claro cabello y de sus finas facciones. Mientras que a él, nuestro apuesto Miguel, alguien que a su vez era serio pero trabajador y humilde,  lo que más le gustaba era un lejano lago, con forma de cántaro ovalado y dos bahías que formaban la boca de su imaginario cántaro de agua. Se imaginaba en su orilla, disfrutando del leve movimiento que provocaba el agua del río procedente de las montañas que tanto amaba platónicamente su mujer.

Allí veían acabar el día en silencio, agarrados de la mano, sabiendo que era el mayor momento de paz que iban a vivir jamás, pues el resto del tiempo todo era ajetreo y trabajo, todo eran voces y ruidos. Así que cuando la última luz se despedía en el oeste, se levantaban de la hierba y emprendían el descenso hacia su casa, la cual era la viva imagen de aquella falta de armonía que ellos tanto ansiaban. Con las últimas cosechas, las peores en décadas por culpa de las plagas, la pobreza se había agudizado y había llevado al viudo padre de él y a las dos hermanas solteras de ella a instalarse con el matrimonio. El padre ponía el grito en el cielo cuando algo no era como supuestamente debía, mientras que las hermanas requerían atención una y otra vez, al no entender la dinámica de la casa del matrimonio y querer ir a los eventos que la comunidad celebraba, tratasen de lo que tratasen. Tras años de insistencia por buscarse un oficio o un marido, o ambas, por parte de sus padres, las hermanas habían ido aprendiendo a valerse por sí mismas cuando cavaron la tumba de su madre justo al lado de la de su padre y la última rosa de la dependencia cayó para ellas.


Los días amanecían teñidos de paciencia y las noches se cernían del color del agotamiento. Nora y Miguel notaban como su matrimonio discurría entre duros trabajos con los que mantener a sus familias y la frustración de ver como no podían formar una nueva, pues aparte de aquellas montañas y lagos, lo que a la par ansiaban era tener un hijo que heredara el impactante atractivo de él y el implacable carácter de ella. Un hijo que buscara otro destino que aquel al que todos parecían estar atados cuando nacían en ese lugar: la imposibilidad de ir a otro lado. Y esta no era una imposibilidad moral o legal o acaso económica. Era una imposibilidad física. 

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