jueves, 12 de noviembre de 2015

Más allá de las montañas: Capítulo 2

A falta de otras emociones, muchos años atrás los vecinos del pequeño pueblo habían decidido recoger sus enseres y partir hacia otras tierras donde empezar de nuevo, más cerca de otras poblaciones. Pero era un camino duro, pues con la idea de cruzar la cordillera para llegar al otro lado a pesar de no saber qué se encontrarían, se determinó que los más débiles debían quedarse para que los demás prosperaran. La mayoría de estos débiles, por supuesto, eran ancianos. Muchos aceptaron el cometido en silencio, mientras que otros dijeron que intentarían cruzar con los demás. Pero para la mayoría era imposible, eran tiempos difíciles e incluso los jóvenes se hallaban débiles. Una pequeña porción se rebeló contra la decisión, pero de poco sirvió. Cansados de aquel lugar, incluso muchos de sus familiares hicieron lo posible por mantenerlos encerrados o convencerlos de que era lo mejor para la comunidad. 

Solo una anciana, que a pesar de su buena apariencia padecía del corazón, permaneció en una esquina del ágora, oyendo las discusiones y viendo aquellos viles abandonos. Sostenía en las rodillas una cesta llena de setas que había estado recogiendo con la idea de partir con la multitud, pero que ahora sólo miraba con tristeza. Al poco rato esa tristeza se convirtió en aceptación, y después en rabia. Cuando no pudo contenerla más se levantó. Para sorpresa de todos se situó en mitad de la reunión, con los puños fuertemente cerrados y con los ojos cerrados y empezó a susurrar unas palabras. Eran completamente inteligibles para los presentes y despertaron murmullos y algunas risas. Pensaban que había perdido la cabeza o que quería llamar la atención. Pero pronto los susurros se convirtieron en palabras en voz alta, y en gritos. Gritos potentes y que parecían provenir del interior de aquella mujer. Un revuelo general invadió la plaza y de pronto la anciana puso fin a su espectáculo. Abrió los ojos. Una carcajada general hizo que mirara a todo el mundo con más rabia aún de la que sentía. Los niños miraban extrañados y los ancianos, con cierta incomprensión.

-¿Qué pretendías, vieja? – Dijo uno de los hombres jóvenes - ¿Invocar al demonio? – Y las risas volvieron a generalizarse.

La anciana recogió su cesta y volvió a paso acelerado a su casa, donde se encerró. Los privilegiados emprendieron la marcha, dejando atrás a todo aquello que parecía pesarles más de lo debido. Pero a cinco kilómetros de la última casa, donde solían llegar con el ganado, pues más para allá solo había oscuro bosque, algo les impidió irse. Lo primero que pensaron es que era un cristal, pero fue imposible romperlo. Tampoco se podía escalar. No se veía. Aquella cosa transparente era más fuerte que sus armas y sus brazos, y rodeaba el pueblo. Así lo supieron porque así lo comprobaron, algo que les llevó el resto del día y que iba enfureciéndoles a medida que se daban cuenta de que sus planes no tenían futuro alguno, pero aún más por saber que aquellas palabras que habían suscitado en ellos incertidumbre y simple humor, habían sido su llave al calabozo, al encierro, a un corral que ellos mismos habían conseguido hacerse por su falta de humanidad.

Llenos de ira y rencor, corrieron a la casa de la anciana bruja, que se encontraba aislada de los demás. Comenzaban a entender por qué en ese momento y acabaron de entenderlo al entrar en su morada, tras un forcejeo y algunos golpes en la puerta a los que nadie respondía. De un lado a otro de la planta baja, desordenados, rotos y llenos de extraños mejunjes, se extendían cientos de botes y cuencos, de cazuelas y papeles viejos con extraños símbolos. Tras superar la primera impresión, subieron a la primera planta: buscaban a la anciana, debía deshacer lo que había hecho, pues les llevaría a la ruina y a la muerte tarde o temprano. Pero la sorpresa fue mayor que la primera al encontrarse un cuerpo inerte y blanquecino, en mitad de la escalera y tirado como un trapo viejo. Tenía la mano derecha en el corazón y un gesto de dolor en la cara que no tardó mucho explicar que había sufrido un infarto por la emoción de los hechos. De poco servía ya reprochar o pedir algo a quien no se hallaba entre los vivos.

Pero su ira era mayor que su pena. Salieron de la casa dispuestos a preguntar a cada anciano, a cada persona que habían dejado allí abandonada. La mayoría estaban donde los habían dejado: en los bancos y aceras del centro del pueblo. Nadie sabía nada. Nadie pudo hacer nada. Los más jóvenes empezaron a creer que todos los ancianos eran como las brujas y los enfrentamientos se daban a cada momento. Nadie supo descifrar los libros y hojas de la bruja y nadie se atrevió a mover su frío y cada vez más putrefacto cuerpo de la escalera. Tras días de desesperación, tirando de las supersticiones y del desconcierto, decidieron que quizá la única forma de acabar con aquella situación era acabar con los ancianos y con la magia. Era más sencillo hacerlo todo junto, por lo que metieron a todos los ancianos en la casa de la bruja y sin ningún remordimiento, prendieron fuego.


Pero eso no acabó con la barrera, sino que la fortaleció. Y así quedaron atrapados, mirándose por el rabillo del ojo y murmurando a las espaldas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario