A falta de otras emociones, muchos años atrás los vecinos del
pequeño pueblo habían decidido recoger sus enseres y partir hacia otras tierras
donde empezar de nuevo, más cerca de otras poblaciones. Pero era un camino
duro, pues con la idea de cruzar la cordillera para llegar al otro lado a pesar
de no saber qué se encontrarían, se determinó que los más débiles debían
quedarse para que los demás prosperaran. La mayoría de estos débiles, por
supuesto, eran ancianos. Muchos aceptaron el cometido en silencio, mientras que
otros dijeron que intentarían cruzar con los demás. Pero para la mayoría era
imposible, eran tiempos difíciles e incluso los jóvenes se hallaban débiles.
Una pequeña porción se rebeló contra la decisión, pero de poco sirvió. Cansados
de aquel lugar, incluso muchos de sus familiares hicieron lo posible por
mantenerlos encerrados o convencerlos de que era lo mejor para la comunidad.
Solo una anciana, que a pesar de su buena apariencia padecía del corazón,
permaneció en una esquina del ágora, oyendo las discusiones y viendo aquellos
viles abandonos. Sostenía en las rodillas una cesta llena de setas que había
estado recogiendo con la idea de partir con la multitud, pero que ahora sólo
miraba con tristeza. Al poco rato esa tristeza se convirtió en aceptación, y
después en rabia. Cuando no pudo contenerla más se levantó. Para sorpresa de
todos se situó en mitad de la reunión, con los puños fuertemente cerrados y con
los ojos cerrados y empezó a susurrar unas palabras. Eran completamente
inteligibles para los presentes y despertaron murmullos y algunas risas.
Pensaban que había perdido la cabeza o que quería llamar la atención. Pero
pronto los susurros se convirtieron en palabras en voz alta, y en gritos.
Gritos potentes y que parecían provenir del interior de aquella mujer. Un
revuelo general invadió la plaza y de pronto la anciana puso fin a su
espectáculo. Abrió los ojos. Una carcajada general hizo que mirara a todo el
mundo con más rabia aún de la que sentía. Los niños miraban extrañados y los
ancianos, con cierta incomprensión.
-¿Qué pretendías, vieja? – Dijo uno de los hombres jóvenes -
¿Invocar al demonio? – Y las risas volvieron a generalizarse.
La anciana recogió su cesta y volvió a paso acelerado a su
casa, donde se encerró. Los privilegiados emprendieron la marcha, dejando atrás
a todo aquello que parecía pesarles más de lo debido. Pero a cinco kilómetros
de la última casa, donde solían llegar con el ganado, pues más para allá solo
había oscuro bosque, algo les impidió irse. Lo primero que pensaron es que era
un cristal, pero fue imposible romperlo. Tampoco se podía escalar. No se veía.
Aquella cosa transparente era más fuerte que sus armas y sus brazos, y rodeaba
el pueblo. Así lo supieron porque así lo comprobaron, algo que les llevó el
resto del día y que iba enfureciéndoles a medida que se daban cuenta de que sus
planes no tenían futuro alguno, pero aún más por saber que aquellas palabras que
habían suscitado en ellos incertidumbre y simple humor, habían sido su llave al
calabozo, al encierro, a un corral que ellos mismos habían conseguido hacerse
por su falta de humanidad.
Llenos de ira y rencor, corrieron a la casa de la anciana
bruja, que se encontraba aislada de los demás. Comenzaban a entender por qué en
ese momento y acabaron de entenderlo al entrar en su morada, tras un forcejeo y
algunos golpes en la puerta a los que nadie respondía. De un lado a otro de la
planta baja, desordenados, rotos y llenos de extraños mejunjes, se extendían
cientos de botes y cuencos, de cazuelas y papeles viejos con extraños símbolos.
Tras superar la primera impresión, subieron a la primera planta: buscaban a la
anciana, debía deshacer lo que había hecho, pues les llevaría a la ruina y a la
muerte tarde o temprano. Pero la sorpresa fue mayor que la primera al
encontrarse un cuerpo inerte y blanquecino, en mitad de la escalera y tirado
como un trapo viejo. Tenía la mano derecha en el corazón y un gesto de dolor en
la cara que no tardó mucho explicar que había sufrido un infarto por la emoción
de los hechos. De poco servía ya reprochar o pedir algo a quien no se hallaba
entre los vivos.
Pero su ira era mayor que su pena. Salieron de la casa
dispuestos a preguntar a cada anciano, a cada persona que habían dejado allí
abandonada. La mayoría estaban donde los habían dejado: en los bancos y aceras
del centro del pueblo. Nadie sabía nada. Nadie pudo hacer nada. Los más jóvenes
empezaron a creer que todos los ancianos eran como las brujas y los
enfrentamientos se daban a cada momento. Nadie supo descifrar los libros y
hojas de la bruja y nadie se atrevió a mover su frío y cada vez más putrefacto
cuerpo de la escalera. Tras días de desesperación, tirando de las supersticiones
y del desconcierto, decidieron que quizá la única forma de acabar con aquella
situación era acabar con los ancianos y con la magia. Era más sencillo hacerlo
todo junto, por lo que metieron a todos los ancianos en la casa de la bruja y
sin ningún remordimiento, prendieron fuego.
Pero eso no acabó con la barrera, sino que la fortaleció. Y
así quedaron atrapados, mirándose por el rabillo del ojo y murmurando a las
espaldas.
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